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El Describidor

Cartagena, legendaria y sensual

El pulso de la ciudad vieja, bajo la mirada de un enviado. La deslumbrante arquitectura, la historia, los mitos y los personajes.

"Vivan los novios", grita un hombre de frac y largas patillas apenas la pareja traspone el atrio de la iglesia. Suenan las campanas, hay más gritos de felicitaciones, besos y manos que agitan galeras al aire. Florentina y el aristocrático médico Juvenal saludan y parten en un mateo. A los pocos metros, la mujer vuelca levemente la cabeza hacia la iglesia, como buscando a alguien o algo entre tanta gente. "Corten", indica el director.

Ignacio debe andar por los 70 años, es alto y flaco, y tiene la piel de la cara ajada y los ojos verdes. Ignacio se aburrió del mar, de tanto horizonte azul y parecido; y se cansó también de tantos sacrificios durante casi 30 años en un barco pesquero. Ahora está parado detrás de unas cintas rojas y blancas que impiden acercarse a la iglesia San Pedro Claver, donde acaban de casarse Florentina y Juvenal. Parece feliz Ignacio: todos los días sale temprano a vender su mercancía y todos los días las calles le muestran algo distinto. En sus manos lleva un manojo de collares de caracoles y piedras de colores brillantes, pero no los ofrece. No quiere perderse ningún detalle de la filmación de la película "El amor en los tiempos del Cólera", basada en la novela homónima de Gabriel García Márquez, que ha inundado de idiomas, cables y cámaras las históricas y legendarias calles de la ciudad amurallada de Cartagena de Indias.

Entre lo mágico y lo real

No fue necesario acondicionar el escenario para filmar la toma del casamiento. Es que en el casco viejo de Cartagena —declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1984— la vida parece fluir según tiempos y reglas propias, a mitad de camino entre la ficción y la realidad, entre lo mágico y lo real.

Cómo clasificar sino a esos hombres durmiendo en las troneras donde hace siglos se disparaba contra los piratas; a esas parejas apoyadas contra las murallas jurándose amor eterno; a sus rumorosos mercados callejeros; a las calles que cambian de nombre en cada esquina; a esos balcones recargados de flores multicolores; a los vendedores de tutti frutti, que llevan jugo helado en enormes ollas con ruedas; a las centenarias iglesias y los secretos que encierran; a esa exuberante vegetación que amenaza con avanzar sin límites; a los vendedores de pescado que silban en busca de clientes; al traqueteo de los mateos contra los adoquines. Todo está resguardado tras estos 11 kilómetros de murallas de tres metros de espe sor. Un ambiente sensual y envolvente, más cercano al realismo mágico que al globalizado siglo XXI, que encarna personas, historias, calles, plazas. Y que conquista al viajero a primera vista.

Más allá de las murallas, en la península de Bocagrande, El Laguito y Castillo Grande, la ciudad nueva se mueve a otro ritmo: el de los centros de compras, los grandes hoteles, las discos, casinos y restaurantes.

En estas zonas también se encuentran las playas: amplias y de aguas templadas, con el colorido que le aportan las palenqueras con sus canastas con frutos tropicales sobre la cabeza y el vuelo de las María Mulata —el poético nombre que reciben aquí los cuervos—, pero sin los soñados condimentos de las playas caribeñas. La arena de la costa no es blanca ni dorada, sino más bien gris; y el color del mar oscila entre el verde y el azul oscuro.

Para disfrutar de un día de playa al mejor estilo caribeño, hay que tomar un barco en el Muelle de los Pegasos que a los 40 minutos dejará en las Islas del Rosario, un paraíso de aguas turquesas, peces multicolores y arenas doradas. Sin embargo, Cartagena es fundamentalmente un destino cultural, que invita a recorrer un escenario donde todo huele a secretos lejanos; donde su deliciosa arquitectura colonial está intacta; donde todo recuerda a conquistadores, piratas y aventureros.

Llave de las Indias

Enmarcada por una profunda y luminosa bahía sobre la costa del Caribe colombiano, a 1060 kilómetros de Bogotá y con 1.200.000 habitantes, Cartagena fue fundada en 1533 por el conquistador español Pedro de Heredia y se convirtió en el enclave principal entre los siglos XVI y XVIII del Nuevo Reino de Granada.

La llave de las Indias, como se la llamó por su estratégica ubicación para los galeones que partían del Nuevo Mundo a España cargados de riquezas, fue dotada del mayor sistema defensivo de América para protegerla de los constantes ataques de piratas y ejércitos enemigos de la corona española.

La prosperidad de la Cartagena colonial aún se percibe en sus iglesias y conventos; en las cúpulas renacentistas que se asoman entre ese mar de techos de tejas de barro a dos aguas; en las fachadas de sus casas, en los balcones andaluces y en los palacios y mansiones.

El gigante de piedra

Al pie de la muralla, cuya construcción se inició en 1602 y terminó dos siglos después, está el imponente Castillo de San Felipe de Barajas, el fuerte militar más importante que España levantó en América. Es un gigante de piedra con túneles, falsas puertas, pasadizos que ocultaban soldados armados hasta los dientes y hasta un sistema para hacerlo explotar si caía en manos enemigas.

Los primeros en asediar Cartagena fueron los piratas franceses Baal y Coté y los ingleses Hawkings y Francis Drake. Algunos de estos ataques, como el comandado por Baal en 1544, quien logró llevarse una importante carga de riquezas, decidieron a los españoles a iniciar distintas obras de fortificación de la ciudad, algo que la convertiría en invencible.

Así lo comprobó el almirante inglés Vernon, quien en 1741 se retiró derrotado pese a haber llegado con una flota de 186 barcos y 15.000 hombres.

"La batalla duró dos semanas. Los combates fueron sangrientos. El marino español Blas de Lezo, un hombre cojo, tuerto y manco, que tenía a su mando apenas 3.000 hombres, logró rechazar a los ingleses", cuenta el guía Walter García, junto a la estatua de Lezo, "El medio hombre", que con un parche en un ojo, pata de palo y un sable en la mano izquierda preside la entrada al castillo.

Esta batalla y los combates de los criollos liderados por Simón Bolívar que en 1811 le permitieron ser la primera ciudad de Colombia en independizarse de España, le valieron el nombre de "Cartagena, la heroica".

Muy cerca de ese icono del pasado guerrero de la ciudad que es el castillo, se encuentra el punto más alto de Cartagena: el cerro de la Popa. Está a 186 msnm y en su cima se recorta el convento construido en 1607 por los frailes agustinos en honor a la Virgen de la Candelaria. Para llegar hasta allí hay que sortear un angosto y empinado camino y una vez que se llega a la cima, algo más difícil aun: esquivar al batallón de vendedores que espera en la puerta del convento y que, como en toda Cartagena, son tan insistentes como implacables.

Sede de la imagen de la Virgen de la Candelaria, el convento es además un mirador privilegiado desde donde se puede apreciar que la ciudad es un collar de islas engarzadas en medio de canales y el mar.

Siglos de historia

Más allá de algunas paradas obligadas, quizá la mejor manera de recorrer la ciudad amurallada sea hacerle caso a la curiosidad, dejándose llevar por sus estrechas calles por aquellos sitios que llamen la atención. Entonces guiarán los pasos la belleza de esa cúpula; el impulso de ver la ciudad desde la explanada de las murallas; el colorido de un balcón; el poético nombre de una calle o el antiguo portal de una casa.

La Puerta del Reloj es la principal entrada a la ciudad vieja y un buen punto de partida. Apenas se atraviesa, se desemboca en la Plaza de los coches. Aquí, en la época colonial, Cartagena mostraba su cara más cruel: el comercio de esclavos. Aquí se los aseaba, se los pesaba y se los vendía por toneladas al mejor postor.

Ahora, desde esta plaza parten los clásicos coches —como llaman a los mateos— que recorren la ciudad al trotecito. Frente a la plaza está el Portal de los dulces, una larga recoba en la cual viejas y simpáticas mujeres ofrecen en sus improvisados puestos dulces de tamarindo, papaya y coco, polvorosas y cubanitos.

Muy cerca de allí, siguiendo la muralla, se llega a la iglesia San Pedro Claver, cuyo nombre es un homenaje a "El apóstol de los negros", el sacerdote español que se hacía llamar "El esclavo de los esclavos" y que consagró su vida a aliviar sus sufrimientos. La iglesia, frente a la plaza donde predicaba, fue construida a principios del siglo XVII; es la más importante de la ciudad y, tal vez, también la más bella. En una muestra del afecto que aún se le profesa a San Pedro Claver, sus restos son exhibidos en una caja de vidrio al pie del altar.

A tres cuadras de allí, tomando hacia el centro de la ciudad, se llega a la iglesia Catedral, la Plaza Bolívar y el Palacio de la Inquisición, donde tenía su sede el temible Tribunal de Penas del Santo Oficio.

Hacia el interior de la ciudad, el ambiente se vuelve más local. En los puestos callejeros se ofrece desde discos, frutas y remeras hasta tapas de luz y enchufes. "Más barato que en el Once", me grita uno de los vendedores. Sorprendido por esa referencia tan porteña, camino hasta su puesto. "La usamos para atraer a los argentinos. ¿Cómo los reconocemos? Son parecidos a los italianos, pero más serios", dice mientras me entrega el vuelto por un pedazo de sandía que acaba de venderme.

En la calle del Curato, a pocos metros de las murallas, una parada obligada: la casa de Gabriel García Márquez. La construcción —con altos paredones a prueba de curiosos y una privilegiada vista al mar Caribe— es la única que se diferencia del estilo colonial del casco viejo.

A cuatro cuadras de allí, la plaza Santo Domingo es el epicentro de las noches cartageneras. Justo frente a la iglesia Santo Domingo —el templo más antiguo de la ciudad—, entre las mesas de los bares y la escultura de la gorda Gertrudis, de Fernando Botero, se mueven juglares, caricaturistas, mimos.

La noche seguirá con los exquisitos sabores de la mesa colombiana y con el pegadizo y alegre ritmo de cumbias y vallenatos en las discos El Muelle y Mister Babilla. Pero antes hay tiempo para cumplir con el ritual de dar un paseo en coche por el casco antiguo. Y alentar la ilusión de descubrir el secreto con el que Cartagena hechiza a quien pisa sus calles cargadas de magia y de siglos de historia.

Eduardo Diana, Clarin.

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