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El Describidor

Lima, antigua, bella y colonial

La capital peruana bajo la mirada de un enviado. Los palacios, las iglesias y los museos. Además, la ciudad sagrada de Caral. Bajo la monótona pesadez de un cielo cerrado, siempre tan gris y esfumado por la neblina, las calles de Lima parecen no tener tiempo. Un vasto legado arquitectónico y arqueológico se mimetiza con el paisaje cotidiano de la capital de Perú, recostada sobre el Pacífico y a la que el sol visita sólo en verano. Sus postales deleitan con la belleza de los balcones coloniales y sus casitas de techo plano y colores alegres. Todo está ahí, delante de los ojos, en una mixtura caprichosa y encantadora.

Basta un breve recorrido para descubrir las numerosas capas y fusiones que conforman la historia de Lima. En su casco urbano, la opulencia de las iglesias y la ostentación burguesa de las casonas virreinales conviven con las ruinas precolombinas que esquivaron una y otra vez su destrucción. Los valles que rodean la capital, en cambio, invitan a internarse en el misterio de una civilización recientemente descubierta, la de Caral, que con sus 5.000 años de antigüedad escondió sus restos bajo un espeso manto de arena y desconocimiento.

La ciudad de los reyes

La Plaza Mayor es el sitio ideal para comenzar a recorrer la ciudad. Lugar germinal de la Lima española, allí Francisco Pizarro fundó en 1535 la "Ciudad de los Reyes" y repartió los solares que la rodeaban. Hoy, al detenerse junto a su fuente central de bronce, uno se enfrenta con mansiones, palacios e iglesias, que dan cuenta del poder político y religioso virreinal. Aquí la Lima española muestra su costado más atractivo, maquillada por un paulatino proceso de restauración que, por el momento, sólo alcanza al puñado de manzanas que rodean la plaza.

La Catedral es testigo del devenir social y político limeño. La pequeña capilla rústica inaugurada a poco de la fundación de la ciudad mutó durante cuatro siglos hasta convertirse en un gigante de tres naves y fachada barroco renacentista, que imita a la Catedral de Sevilla.

Las construcciones originales de la capital peruana llegaron a nuestros días tras un extenso derrotero. Cuatro terremotos se ensañaron con bóvedas, pilares y torres hasta reducirlas a ruinas, y demandaron una y otra vez sus reconstrucciones. Tan devastadores como los sismos fueron los saqueos que obligaron a cubrir con pintura muchos de los revestimientos de oro, que no siempre recuperaron su color original.

Nada de esto, sin embargo, logró empañar los encantos del centro histórico. Sus edificios atesoran una infinidad de objetos y obras que vale la pena visitar, como el altar de Judas Tadeo —elaborado en plata— y las catacumbas del convento San Francisco.

Volviendo a la Plaza Mayor, su costado norte mira a la imponente Casa de Gobierno construida en la primera mitad del siglo pasado, en el terreno que originalmente ocupaba el palacio por el que pasaron 40 virreyes. El palacio Torre Tagle y las casas del Oidor y Aliaga completan el circuito más exquisito de edificios originales.

Dos cuadras separan la plaza del convento más antiguo de Lima, el de Santo Domingo. Sus claustros y coloridos jardines rompen con el paisaje urbano y son entrelazados por galerías con arcos de medio punto y muros decorados por azulejos sevillanos de 1606. Vale la pena visitar la biblioteca, la antigua cripta y la sala capitular, vigilada desde lo alto por un balcón morisco reservado para el virrey de turno.

Bajando por la Calle de los Pescadores hacia el río, frente a la pintoresca estación de trenes Desamparados, el bar Cordano ocupa la esquina del antiguo hotel Lima e invita a hacer un alto en el camino.

Con el sabor del pisco aún en la boca, se puede continuar hasta el Parque de la Muralla y visitar la restauración del cerco construido en el siglo XVII para proteger los intereses coloniales de corsarios y piratas. Pero el condimento que distingue a la geografía limeña son sus huacas (ruinas preincaicas), últimos vestigios urbanos de la cultura de Lima que ocupó la costa central del Perú entre los siglos II y VII. Contrastando con la modernidad del barrio de Miraflores, la Huaca Pucclana o Juliana fue su principal centro ceremonial y administrativo.

Si no se hace a tiempo para recorrerla durante el día, se puede programar la cena en su restaurante y probar una variada degustación de cocina peruana contemporánea. Entre los sabores y aromas de un risotto de pato, el crocante de yuca y los ceviches, el telón de fondo será una imponente pirámide escalonada de adobe, tenuemente iluminada.

Para completar la visita a la ciudad se impone una recorrida por los museos que exhiben los hallazgos de siglos de excavaciones. El Museo de Larco, instalado en una mansión colonial edificada sobre una pirámide precolombina, permite sumergirse en más de 3.000 años de cultura. La sala más popular es la de arte erótico, a la que su realizador Rafael Larco Hoyle dejó libre "al vasto campo de la sugerencia". Se exponen vasos eróticos de tono realista, humorístico y hasta absurdo, con un especial atractivo en las obras que reflejan el debate moral entre el placer y el pecado.

Los secretos del valle

Al salir de Lima, hacia el norte, la ruta Panamericana da cuenta de la otra cara de la ciudad, la de los asentamientos de las familias que abandonaron las sierras. Un angosto camino de piedra y tierra de 185 km separa a Lima de Caral, en el valle de Supe. Habrá que esperar más de tres horas de viaje para develar un secreto que esperó allí varios miles de años.

La ciudad sagrada de Caral es un sitio arqueológico, de 66 ha, que recién fue excavado a partir de 2000. Los asentamientos fueron construidos y remodelados entre los años 3.000 y 2.000 aC. Pertenecieron a la civilización más antigua de América y a la tercera a nivel mundial, contemporánea con las de Mesopotamia, Egipto, India y China.

La ciudad sagrada muestra estructuras monumentales, dos plazas circulares hundidas y residencias de la elite, funcionarios y sirvientes. Y a medida que el sendero se interna en sus vestigios, la magnitud del descubrimiento se hace evidente: otros 18 asentamientos menores se reparten en el valle de Supe y por otros dos valles contiguos.

No había oro, plata ni cerámica en las ruinas de Caral. Sí aparecieron decenas de flautas y cornetas, elaboradas con huesos de venados, pelícanos y cóndores.

El resto es aún un gran enigma. En cada piedra de sus pirámides, en la simetría de sus construcciones y hasta en los residuos se esconden las piezas de un rompecabezas que recién comienza a reconstruirse. El juego por ahora carece de un eslabón clave. "No hemos identificado el cementerio. Allí podremos descubrir sus costumbres y de qué manera se conformaba la sociedad", explica Jorge Aching, un joven antropólogo que vivió el resurgimiento de la ciudad y hoy desarrolla su tesis sobre una de las pirámides. A su alrededor, en un paisaje desértico, el tiempo parece haberse detenido. Lejos de la vorágine urbana y virgen de toda conquista, el valle envuelve con su encantador silencio. Allí, cada mediodía, el sol escapa al capricho de los dioses e ilumina los rastros que esperaron 5.000 años para ser descifrados.

Demian Doyle, Clarin.

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